domingo, 7 de diciembre de 2008

El señor Attar y la aventura de recuperar el espacio público

El señor Attard se lanzó a la aventura de recuperar el espacio público. Salió de su casa en un apuro, con el tapadito en la mano, pasó junto al mueble de la cocina, donde él sabía que descansaba su abollada cacerola pero dijo nononono, no hoy, hoy no es día de cacerolas. Y claro que no lo era, pero sí tomó el martillo que usaba para machacar las nueces. ¡Qué imagen gallarda la del señor Attard con su bigote engominado, su tapadito doblado prolijamente sobre el antebrazo y su martillo escondido en el bolsillo de su pantalón de vestir que le abultaba le pierna!

Pisó la calle con determinación, dio un portazo y al echar una miradita furtiva lo primero que se le ocurrió fue mear todo el frente de su casa, y así lo hizo, sacó su pistolita diestramente con la mano libre y dejó una marca sinusoidal sobre la fachada de piedra mar del plata. Al terminar dijo, ya está, se paró en mitad de la calle para observar como se escurría la línea desprolija sobre la fachada. Y observó y observó y observó hipnotizado por las gotas que descendían en las piedras y por su determinación y se congratuló. Como recompensa pasó por el bar de los tanos y se pidió un cortadito con tostadas, y después fue a comprar un repuesto para el grifo de la bañera. Compró por las dudas algunos cueritos que siempre andan faltando y un pincel para reponer el que había perdido. Volvió lentamente a su casa, con el tapadito en una mano y la bolsa de la ferretería en la otra y al pasar por una obra en construcción vio que todo el frente estaba empapelado con publicidades, consuma consuma consuma decían las publicidades. Cuanto maltrato al peatón, pensó el señor Attard, en este barrio no hay vereda donde caerse muerto, y se arrepintió de dejar tan prontamente la ferretería. Volvió y compró solvente y fue a echárselo a las publicidades y prendió fuego la obra en construcción, y se congratuló. Y estuvo contento. Pero luego el fuego prendió en las casas contiguas y tuvo que tocarles timbre para avisar y derrotado por la culpa se puso a correr, y como el martillo que llevaba en el bolsillo le golpeaba contra la pierna al trotar, lo saco y empezó a correr con el tapado, la bola de la ferretería y el martillo para aquí y para allá. Al poco tiempo se había olvidado de lo ocurrido, así que decidió tomarse otro café en lo de los tanos que le preguntaron si había oído algo del incendio de la cuadra del supermercado, y el dijo que no y lo dijo con sinceridad porque ya había olvidado todo y pensaba ahora en romper todas las ventanas del bar para ampliar el espacio visual de los que andaba por la calle. Dejó sus cosas en la mesita, tomó el café en una mano y con el martillo empuñado en la otra rompió uno por uno los vidrios del bar, y como el mozo vino a detenerlo le dio un golpe certero en la cabeza que lo tiró redondo al piso. Con los vidrios destrozados y el mozo desangrándose en el piso del bar se congratuló por la amplia vista, y por la interesante continuidad entre el adentro y el afuera. Así contento dio otro sorbo al café, tomó sus cosas y salió del bar.
Afuera lo esperaba la policía que le dio orden de soltar sus pertenencias y echarse al suelo. El señor Attard no entendió lo que pasaba, y fue entonces que un oficial se acercó y lo tiró al piso y sus cosas volaron por los aires y el martillo voló también y fue a parar sobre el parabrisas de un patrullero que se rajó y hundió consecuentemente. En el piso el señor Attard sintió dolor y frío, un asco terrible por tener la cara apoyada en la baldosa pública. A los pocos segundos, y mientras le colocaban las esposas el asco pasó, y se sintió cómodo con la cara en la baldosa. El oficial hacía fuerza para levantarlo, pero Attard se empeñaba en dejar la cara contra el piso. Varios oficiales fueron a levantarlo, pero uno por uno fueron cayendo, y una vez en el piso se sintieron cómodos y dejaron de insistir. El mozo salió del bar a todo esto, desangrándose, con un ojo reventado, pedía a gritos una ambulancia. Se arrastraba por la calle, sobre los oficiales que estaban pegados al piso, que se contaban bromas. Una segunda ronda de oficiales llegó al lugar y el orden previo fue reestablecido. La gente volvió a circular, los oficiales se reincorporaron a la fuerza y el señor Attard fue llevado detenido. El mozo, sin embargo, tuvo que esperar muchas horas hasta que la ambulancia llegó al lugar. Contó por suerte con la asistencia de una vecina que contuvo la hemorragia con pañuelos descartables y saliva.

En la comisaría desnudaron al señor Attard, le lavaron al bigote para quitarle el resto de gomina, y lo echaron a un calabozo oscuro y solitario. Un oficial se acerco y le dijo: Este el hueco, acá te vas a divertir. Como no daba muestras de decaimiento o convalecencia, le llevaron revistas y unos pantaloncitos. Entre los oficiales comenzó a correr el rumor de que Attard estaba hecho de hierro y aguantaba cualquier cosa. Gozó de un extraño respeto, y accedió de buena gana a jugar al submarino con el comisario. A los tres días lo dejaron libre, pero nunca le devolvieron el tapadito, por esto, el señor Attard se sintió fuertemente abatido. Regresó a su casa con el rostro curtido por la angustia, tomó su cacerola y pasó toda la noche golpeándola frente a la comisaría. Al llegar el día una multitud se congregaba frente a la comisaría para exigir la devolución del tapado de Attard.

Fue entonces, y con la presecia de los medios, que el comisario salió a dar declaraciones vistiendo el mismísimo tapadito del señor Attard, así fue que dijo a los medios que era suyo y que siempre lo había sido, y que de no ser así de alguna manera debían resarcirse lo servidores de la comunidad frente a la desigual situación de las fuerzas de seguridad, los bajos sueldos, el riesgo constante, la falta de respeto, acto seguido, se sacó el tapadito, lo echó al piso y se unió a la turba para reclamar mejores condiciones para los empleados del orden.

El señor Attard se sintió acompañado pero confundido, el comisario lo abrazaba y vitoreaba con él, abandonó al grupo y al salir tropezó con un poste de luz, una cámara de televisión lo registró recibiendo el golpe y luego lo convirtieron en noticia. Sólo quiero volver a casa y dormir, dijo, ese fue el copete. Las cosas parecían difusas y no sabía que dirección tomar y no llegaba a leer los nombres de las calles por mucho que lo intentaba, dejó su cacerola abollada en la vereda y caminó por el medio de la calle. Parecía, al alejarse de la multitud, un hombre libre, pero su cabeza estaba llena de interrogantes y sentía su bigote seco y con un olor horrible. Si la mañana lo encontraba así, pensó, el único remedio posible para enmendar su día sería un buen café con tostadas en el bar de los tanos, y después comprar el diario deportivo, leer las noticas del fútbol, del básquet y del turismo carretera. Por la tarde, si todo salía bien, volvería a sentirse agobiado en su ciudad, un poco solo y se volcaría a las acciones radicales, a la aventura de reclamar un consumo más medido y responsable.

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