jueves, 25 de diciembre de 2008

desarraigo

Es bastante más difícil encontrarse con el lugar donde uno fue feliz y miserable, que con aquel donde solamente se fue feliz o solamente se fue miserable.

En verano la cocina de la casa de mis viejos era un lugar agradable, al menos entre mis seis y mis ocho años, donde en verano cantaban las chicharras, yo esperaba mirando la televisión que llegara el día siguiente para tomar a los apurones una taza de leche caliente, meterme al micro y encontrarme con mis compañeros de escuela para charlar y jugar, atender a clase, hacer talleres, estirar el último momento en el aula el goce de no acudir, de quedarme en la escuela al llegar la noche.
Así, en la cocina la luz del sol parecía nueva y entraba plenamente, y yo estaba descalzo y los pies no me llegaban al piso, mi mamá cocinaba y mi hermano estaba jugando sobre la mesa. La casa estaba eternamente en construcción, al menos entre mis seis y mis diez años, siempre había algún rincón por terminar, y durante un tiempo tuvimos que vivir sin techo. Que sorpresa tener que volver apurado de la casa de un amigo y meterme en un baño al aire libre, cagar mirando las estrellas. La libertad del desamparo.

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La arquitectura de mi pasado es una casa de dos pisos y altillo donde difícilmente haya silencio, los rincones que conozco a oscuras e iluminados en mi mente pero ahí también, perduran en algún lugar, y cuando me detengo ante esta ambigüedad, la de superponer la imagen que vive en mi mente con la que sigue en pie como un guerrero herido, el pecho me queda abierto con la sensación profunda del desarraigo de ya no salir al patio a bañarme en la habitación del fondo, pisar descalzo las baldosas meadas por la perra, dormir mirando los listones del techo que insinuan figuras fantásticas y amanecer mirando las vías del tren y los árboles al otro lado, llegar del centro en la madrugada luego de un viaje largo, pedir un consejo a mi hermana, saludar a mi hermano por la noche, escribir en un cuarto con patos de madera, con patos en el empapelado, con una cama cubierta de patos, leer en el altillo, golpearme la cabeza con la viga que sostiene el techo, regar las plantas y jugar con cuchillos, dormir en el sillón en la tarde, encontrar libros para leer en la biblioteca, quitarle la cadena a la perra para que arruine el pasto, ver el tren pasar, cerrar el portón cuando entran el auto, temer que aparezca alguien de pronto a matarnos, contener el llanto, quedarme en la casa los fines de semana, ir al centro el domingo por la tarde y no saber que hacer, caminar sólo, estar sólo, hastiarme de soledad, escribir un domingo para no matarme, conocer gente en la calle, soñar con otros lugares, soñar con otra gente, pintar por la noche sin atril, tomar agua descalzo, pelear por todo lo que no quiero hacer, resignarme a hacer lo que no quiero, vomitar, vomitar, vomitar, llorar mientras vomito, llorar porque llega la noche y no me quedan fuerzas para huir, porque huir significa volverse un fantasma que no puede alejarse de allí, que acaricia eternamente las paredes, que descansa siempre sobre su primera cama, como Peter Pan, muerto de juventud, sin poder hacerle frente a la vida, sentir que hace falta matarse para conseguir el cambio, dar un paso al vacío y amar al desarraigo.

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